Antes de leer:
Un incienso: equivale a una hora.
Lidong: día del calendario chino que marca el final de la cosecha y el inicio del invierno.
Gêgê: hermano mayor.
Dìdi: hermano menor.
🏮 Mil palabras 🏮
La casa había permanecido en silencio durante todo un incienso, tal vez un poco más. El tiempo pasaba como un arado taciturno, creando surcos en cada rincón y pensamiento, pequeñas grietas oscuras que no estaba seguro de poder volver a unir.
Fuera hacía frío. El sol ya no se veía entre los tejados bajos de las casas vecinas y las ofrendas de Lidong se habían entregado la semana pasada. Aún así, Biao todavía no estaba dispuesto a volver a casa; prefería seguir con la espalda temblorosa contra la fachada, abrazándose las rodillas para conservar un poco más el calor. Sus labios eran una línea fina y trémula. Sabía que su madre le soltaría una buena reprimenda si enfermaba, pero un hombre debía mantener su orgullo y no podía volver a casa llorando después de haber discutido con su gêgê. Biao se pinzó la nariz para acallar un estornudo y en ese instante escuchó pasos al otro lado de la pared. Gateó como un felino silencioso hasta la puerta y pegó la oreja a la madera.
—¿Qué puedo hacer para que cambies de opinión?
La voz de Laohu, firme y distante, tardó en abrirse camino en medio del silencio.
—Un carruaje vendrá a recogernos a la posada esta misma noche.
—Hijo, todavía eres joven, no tienes que pasar por eso. Aún no. Te lo ruego, no adelantes esta etapa.
—Si no es este año será el siguiente, madre. El país se cae a pedazos, necesitan tantos hombres como sea posible.
Un golpe sobre la mesa hizo dar un respingo a Biao, que se llevó una mano a la boca para reprimir un alarido.
—¡Hay miles de hombres en China, no te necesitan a ti! La única espada que has empuñado es la de madera, no vas a ser un héroe, Laohu. ¡El país no te necesita, tu dìdi y yo sí!
Por un segundo se le paró el corazón. Nunca había escuchado a su madre tan desesperada. Tan rota.
—Ya está decidido. —De nuevo, silencio. Biao pegó más la cabeza a la puerta, como si de ese modo pudiera escuchar lo que no se decía—. Iré a por mis cosas, es mejor no alargar la despedida.
Oyó pasos una vez más y los sollozos suaves de su madre. Al comprobar que la conversación había acabado, Biao se dejó caer sobre el suelo y volvió a apoyar la espalda contra la madera. Tenía ganas de ponerse en pie, entrar corriendo en la casa y golpear a su gêgê, pero comprobó horrorizado que no podía moverse; su cuerpo no reaccionaba, tan solo temblaba.
Permaneció inmóvil durante medio incienso, con la mente disociada, donde de tanto en tanto caía alguna mancha de tinta que no tardaba en diluirse para devolverlo al vacío. Oyó pasos de nuevo, el roce de las telas, un murmullo que no logró entender… Y la puerta corredera se abrió de golpe.
Biao cayó hacia atrás y quedó tendido sobre el suelo. El rostro de Laohu le sonrió desde lo alto. Tenía los ojos hinchados.
—Guarda tus lágrimas para cuando regrese, dìdi. Ahora eres el hombre de la casa, tienes que cuidar de mamá.
—No digas tonterías —le espetó su madre con voz trémula aunque autoritaria.
Biao se llevó una mano al rostro mientras se incorporaba. Tenía las mejillas húmedas. ¿Cuándo había empezado a llorar? Enjugó las lágrimas con la manga de la chaqueta y se puso en pie. Laohu le acarició la cabeza como siempre solía hacerlo; sin embargo, esta vez, Biao lo apartó con un manotazo que sonó a porcelana rota. Sabía que ahora tenía que ser fuerte, aunque lo único que quería era gritar.
Su gêgê y su madre intercambiaron algunas palabras más. Se dirigieron a él en alguna ocasión, pero estaba seguro de no haber contestado. No podía recordar lo que se dijo en ese instante, pero sí que recordaba la figura de su hermano alejándose de la casa con un farolillo, un pequeño saco a la espalda y agitando la mano que le quedaba libre. Recordaba que su madre lo empujó hasta el cerco de su hogar para ver cómo se alejaba por el callejón oscuro, y también recordaba que se juró guardar el dolor en cuanto volviesen a casa y cerrasen la puerta. La silueta de Laohu se distorsionó entre las lágrimas y la distancia, hasta convertirse en una luciérnaga.
Se maldijo a sí mismo por no haber gritado esa noche. Ahora y para siempre, esas mil palabras permanecerían atoradas en su garganta.
Me ha encantado, Rea. Perfecto!
Precioso y duro. Me ha encantado.