El portal
🐺 SUEÑOS MALDITOS 🐺
Capítulo 7
La extraña pareja I
La luz de los soles los deslumbró entre las montañas de la sierra Palu en cuanto abrieron la puerta de la posada. Habían pasado mala noche y Dakini tuvo la amabilidad de dejarlos dormir un par de horas más mientras ella se ocupaba de «tareas burocráticas administrativas para la gestión y control de renegados de Gurewo», que no era otra cosa que comprobar los registros mágicos cotidianos de aquellos magos que no servían a la guardia de la kaiseri. Para ello, cada renegado contaba con una cartilla de registros arcanos que debía cubrir y así saber qué tipo de hechizos usaba en su vida diaria y para qué. Si se descubría alguna irregularidad en las actividades mágicas el renegado podría pasar una noche en prisión o el resto de su vida, dependiendo de la gravedad de la infracción. Por suerte, Kahoot, el dueño de la posada, no había dado problemas desde que inició con su negocio, a pesar de tener ideas un tanto radicales respecto al gobierno.
Las camas —o más bien los colchones finos que había en el suelo— resultaron ser tan incómodas como lo era una almohada que había perdido la mitad de su relleno y la otra mitad se hubiera condensado en pequeñas pelotas; además, algunos pedazos de paja que rellenaba el colchón se colaron entre la tela para pincharles la piel. Por no mencionar que los cojines para la cabeza eran duros como rocas. Aún con todo, las dos chicas consiguieron dormir. Oliver, por su parte, no dejaba de pensar en su familia y se le hacía difícil estar tranquilo en la oscuridad sin Gris ronroneando a su lado y calentándole los pies o el pecho. En un momento de la noche, su corazón se aceleró tanto que había estado a punto de intentar despertar a Agnes. Por fortuna para su hermana, Oliver había logrado calmarse solo y llorar en silencio hasta que, horas después, el cansancio de la caminata venció y logró dormirse.
No había descansado lo suficiente, seguía agotado en cuerpo y mente y por momentos las manos le temblaban con tanta insistencia que lo único que podía hacer era retorcer el asa del zurrón entre los dedos. Tenía agujetas en zonas del cuerpo que ni sabía nombrar y los pies como dos rocas, con ampollas en el dedo meñique y la planta. Por momentos se decía a sí mismo que estar en un mundo mágico era un sueño materializado, cuando en realidad ese peregrinaje acelerado no le dejaba disfrutar de lo que siempre había sido una de sus mayores fantasías. A cada paso se maravillaba con algo nuevo y excitante, una planta extraña con flores en forma de estrella, animales pequeños y peludos como ovillos de lana que saltaban distraídos por el camino hasta que miraban al grupo acercarse y volvían a la vegetación… Pero Dakini no les daba tregua. Ni siquiera cuando les tendió unos collares con un dije de madera con símbolos tallados: seguían caminando.
—Gracias, es muy bonito —dijo Oliver una vez se lo acomodó al cuello. Avanzaba a la par de la maga, que había disminuido la velocidad de su paso.
—Será mejor que lo escondáis bajo la ropa o pongáis los shomis contra la piel, no conviene que nadie sepa que necesitáis un hechizo de comunicación.
—¿Un hechizo de comunicación? —Agnes dio un par de zancadas para alcanzarlos. La maga asintió.
—Como el que os hice cuando nos conocimos. Es difícil anclar hechizos a los seres vivos, pero no a los objetos. Mientras llevéis estos talismanes podréis comunicaros con la gente de Qmark y leer textos en nuestro idioma. Así no tendré que estar pendiente de vosotros y lanzando hechizos cada día, ya bastante tengo con el ilusorio para cambiaros la apariencia.
—Es espeluznante —murmuró la joven. Dio un toquecito a su dije y este penduló sin gracia un par de veces sobre su clavícula.
—¿Nos harás collares para cambiar nuestro aspecto?
—No. Ese hechizo es más sencillo y duradero. Además, mientras evitemos los caminos principales no será necesario. ¿Pero el idioma? El idioma es primordial.
Shomi. Oliver supuso que era la palabra que usaban para describir los símbolos mágicos. Miró el colgante durante algunos segundos más antes de ocultarlo bajo la capilla de la túnica, intentando memorizar las formas talladas en él. Si lo que Dakini había dicho era cierto, aquel símbolo no podía ser parte del lenguaje de Qmark, ya que por más que lo veía no lograba leer nada en él, ni siquiera evocar una idea o sentimiento. Guardó el collar bajo la túnica y aceleró el paso. Se había quedado atrás.
En el horizonte cubierto de montañas, las nubes asomaban tímidas en un cielo virgen. El calor y la luz de los soles caían directo sobre ellos y los empapaba de sudor. Para Oliver era un milagro no haberse quemado la piel todavía. Agnes se paró en seco con un profundo suspiro y rebuscó dentro de la bolsa que llevaba en la cintura hasta dar con el pumpo. Dakini la vio por el rabillo del ojo y aflojó el paso. A nadie le sorprendía que siempre llevase la delantera, sus piernas parecían más fuertes que el suelo que pisaban.
—¿Cuánto tiempo nos falta para llegar a Shimapala?
—Es la primera vez que hago este camino a pie —dijo en tono reflexivo—. Diría que poco menos de una lunación.
—¡¿Una lunación! ¿¡Estás de coña!? —La voz se le ahogó hasta empezar a toser. Se había atragantado con el agua y esta le cayó por la comisura de los labios y la nariz—. No tenemos tanto tiempo, nuestros padres estarán preocupados.
—¡Seguro! Pero también estarán muy orgullosos de tener un mago en la familia. ¡Y no uno cualquiera! ¡El elegido de la vara!
Agnes apretó los puños. Guardó el pumpo, se adelantó y se paró frente a Dakini.
—¡No! No lo entiendes, vamos contra reloj y nuestra familia no lo sabe. Si no encontramos pronto esa vara yo…
Enmudeció. Miró a Oliver durante un instante fugaz. Sabía que su hermano era listo, sin embargo, también lo consideraba un inútil en cualquier ámbito que no implicase sentarse y usar la cabeza. Era torpe, lento, demasiado tímido y a veces hasta le costaba respirar ante el mínimo esfuerzo. A pesar de todo aquello y de que Dakini había dicho que no se conocía modo de revertir la maldición, Agnes albergaba una pizca de esperanza en su corazón; una que temblaba cada vez que lo miraba, no sabía si apunto de apagarse o lista para crecer. Quizás era el simple y primitivo deseo humano de aferrarse a la vida por lo que confiaba en la posibilidad de que las palabras de Fawa fueran ciertas.
Durante la noche había tenido la esperanza de despertase en su litera de siempre, con el olor del desayuno preparado por su abuela. Pero no fue así. Una parte de ella que siempre había estado consciente y que trataba de ignorar con todas sus fuerzas le gritaba más fuerte que nunca que aquello no era un sueño.
Se mordió el labio, dubitativa. Todas esas emociones, el dolor en su cuerpo y el miedo que la tambaleaba cada vez que a su mente acudía la palabra maldito…
—Estoy enferma. —Agachó la cabeza durante un instante, temerosa de que en sus ojos se pudiera adivinar que no era del todo sincera—. Nos dijeron que la vara podría curarme: por eso estamos aquí.
El semblante alegre de la maga se apagó poco a poco, igual que el tinte anaranjado de su piel. La joven titubeó durante unos instantes, hasta que finalmente apoyó sus dedos tatuados sobre el hombro de la chica.
—Lo siento, Agnes, no tenía ni idea. Alquilaremos un carro en el siguiente pueblo, así podremos ir más deprisa.
Se limitó a asentir con la cabeza, sin mirar a Dakini a la cara. Se apartó de ella y regresó junto a su hermano al tiempo que retomaban la marcha.
Habría preferido poder estar sola en aquel momento. Pensar en su estado actual era demasiado doloroso y cada vez que lo recordaba le ardía la sangre por la impotencia. Cambios físicos, falta de control sobre su propio cuerpo y, por último, perder para siempre la conciencia. Se parecía demasiado a lo poco que recordaba de su madre, solo que ella no se pasaría sus últimos años de vida enchufada en una cama, sino que sería una bestia capaz de asesinar a sangre fría a otras personas, hasta que alguien tuviese la benevolencia de acabar con ella.
Se preguntó si en dicho estado las personas podrían seguir sufriendo.
Esperaba que no.
Después de cuatro horas de camino en compañía del arrullo del río llegaron hasta un puente próximo a una cascada, cuyas rocas cubiertas de verdor sobresalían entre el agua corriente. A simple vista el puente parecía hecho de bambú, sin embargo su madera era de un tono pardo veteado muy particular e iridiscente. Dakini paró en la orilla para refrescarse la cara y beber un poco; se puso en pie con un suspiro de alivio y señaló la parte alta de la cascada.
—Tenemos que subir ahí y seguir el camino hasta atravesar la cordillera Uname. Si queréis podemos parar para comer algo.
—Por favor —rogó Oliver, con el rostro rojo y sudado. Agnes le había dado una rama para que la usase de bastón y aun así tenía dificultades para mantenerse en pie.
—Refrescaos un poco en el río y rellenad los pumpos, yo prepararé una zona al otro lado del puente, allí los árboles nos darán más sombra.
Agnes alzó el pulgar como respuesta y Dakini inclinó la cabeza, repitiendo el gesto.
—¿Qué haces? —preguntó divertida.
—Es un gesto, para decir «vale».
—Oh, ya veo, lenguaje de signos. Es diferente al nuestro.
Dakini hizo chocar su pulgar con el de Agnes y añadió con una sonrisa:
—¡Besito de dedos!
La mandíbula de Agnes se tensó y las mejillas se le tiñeron de rojo ante el rostro inocente de la maga. No se había esperado una reacción tan infantil.
—¿Qué haces?
Dakini la miró con los ojos muy abiertos, sonrojada.
—¡Lo siento! Supuse que había que chocar algo. Solo era una broma —se excusó, oscilando las palmas de las manos con rapidez—. Espero no haber hecho nada de mal gusto.
—¡No, no! Tranquila. Solo… no me lo esperaba. Es algo… nuevo.
—Puede ser nuestro saludo especial —bromeó.
Agnes asintió con lentitud y se alejó para rellenar el pumpo y refrescarse el rostro.
Comieron una sopa picante hecha con agua de río, musgo y raíces que Dakini había recolectado por los alrededores. No era la comida ideal para aquel clima y Oliver volvió a sudar más de lo que le había gustado. Después de refrescarse un rato en el río descansó tumbado sobre la hierba durante un rato mientras Dakini le explicaba a Agnes cómo algunos magos poseían la habilidad de modificar el cuerpo para hacer tatuajes de manera indolora.
—Ojalá encontrar a alguno de esos magos… —suspiró.
—En Shilapawa hay muchos. Aunque te advierto que no son baratos. A Oliver quizás se los hagan gratis si es un estudiante aplicado.
Oliver giró el rostro hacia ellas. Había cerrado los ojos bajo la sombra de un árbol y a punto estuvo de dormirse hasta que oyó aquello.
—¿A mí?
—¡Claro! Todos los magos llevamos tatuajes —dijo flexionando sus dedos entintados—, es un símbolo de nuestro estatus. Según los shomis y los patrones puedes saber qué habilidades posee. Por ejemplo: si hubiese un accidente en el camino y nosotros pasásemos cerca de él, esas personas sabrían que puedo ayudarlos, porque soy una maga de luz cualificada. —Dijo señalando un símbolo de estructura circular cercado por pequeños triángulos, justo encima de su rodilla derecha—. No llevaré una túnica rosa de sanadora, pero puedo curar heridas y estabilizar a los heridos. —Luego lo miró con curiosidad—. Y tú, Oliver, ¿qué clase de mago eres?
El chico se irguió hasta quedar sentado con las piernas cruzadas, igual que las chicas. Se miró las manos y vio a Dakini de soslayo.
—No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de poder hacer magia.
—¡Eso! Has dicho que ibas a enseñarle —apuntó Agnes, en tono acusador.
Dakini asintió, sonriente.
—¡Claro que sí! Pero antes necesitamos una vara. No se puede hacer magia sin una. Nuestro cuerpo no canaliza la energía de modo que se pueda transformar en magia. Solo la absorbe y la libera, como el aire al respirar. Así que… —Rebuscó en su zurrón y de él extrajo un objeto rectangular cubierto por un paño—. Este fue mi primer libro de magia, explica los conceptos más básicos y trae hechizos sencillos. Échale un vistazo y puede que pasemos a la práctica.
Oliver tomó el libro entre las manos y le quitó la envoltura. La cubierta estaba tan gastada que no sabía si en su momento había sido roja o marrón; tiznaba un tono cenizo y las esquinas se habían redondeado con el paso de los años. Le daba miedo abrirlo, parecía que se fuera a desintegrar tan solo hablando cerca de él.
—Gracias.
Al abrirlo, el olor del paso del tiempo le hizo estornudar. Las páginas contenían dibujos de cómo mover la varita con explicaciones breves y notas en los márgenes hechos por la propia Dakini. Encontró una tabla de elementos, ejercicios de meditación y visualización y un montón de texto salpicado por símbolos extraños. Tras ojearlo un poco, prestando más que nada atención a las ilustraciones, fue directo al índice y encontró un apartado que le llamó la atención:
Usa y crea tus primeros shomis.
Sabía que lo lógico habría sido comenzar a leer por el principio. Sin embargo obvió la teoría y abrió el libro en la primera página de ese tema.
Estuvo tan absorto en la lectura que ni se percató de que Dakini se había marchado y regresado con un puñado de plumas y hojas en las manos. Se sentó y empezó a clasificarlas. Luego sacó de su zurrón un pequeño pedazo de tejido trenzado y continuó la labor, intercalando algunas de las plumas entre los hilos. Agnes la miró con curiosidad mientras se retocaba las rastas. Pronto se aburrió y la chica de pelo brillante volvió a dirigirse a Oliver.
—¿Cómo es la vara?
Oliver tardó en responder. La maga tuvo que insistir dos veces más para que apartase la vista del libro.
—Pues… verde…
—Sí. Eso supone todo el mundo. ¿Qué más?
El muchacho tuvo que esforzarse por hacer memoria. Recordar los detalles de un sueño no era tarea fácil, incluso cuando se había repetido durante meses.
—Tiene marcas, como algunas piedras preciosas. El mango es un poco más grueso y la punta es más clara, lechosa. Está en un lugar oscuro con murales y estatuas. Creo.
El pedazo de tela trenzada con plumas cayó al césped cuando Dakini se llevó las manos a las mejillas; su amplia sonrisa contuvo la euforia para no gritar.
—Es la descripción más detallada que he oído nunca —dijo muy lentamente.
—¿Tú no puedes verla?
Ella negó con la cabeza y continuó engarzando plumas.
—Me encantaría, pero parece que no soy digna de ella. —A pesar de su sonrisa, el tono ocultaba cierta amargura—. Motivo de más para ayudarte a encontrarla. Estás destinado a hacer grandes cosas, ¡lo presiento!
Agnes ahogó una risa sarcástica. Se apartó las rastas hacia atrás y guardó su aguja de ganchillo en el zurrón.
—Tendremos suerte si llegamos a encontrarla.
—¿Siempre es tan negativa? —preguntó al niño, cubriendo su boca en un vago disimulo. La aludida se cruzó de brazos.
—Y tú, ¿siempre eres tan feliz y sonriente? ¿Es un rollo de magos luminosos?
Dakini rió a carcajadas.
—¡Claro que no! Conozco algunos que son unos auténticos cascarrabias. Como un grano en el culo. —De pronto su expresión cambió; su sonrisa se tornó pícara y sus ojos entrecerrados atrayentes—. ¿Te molesta que la gente sea feliz, Agnes?
—¡Qué tontería! ¡No!
—¿Entonces a qué viene ese ceño tan crispado?
Agnes se frotó rápidamente el hueco entre las cejas. Cuando fue consciente del gesto las palabras ya brotaban de su garganta.
—Es solo que… no entiendo que puedas estar tan feliz ni ver nada positivo en esta situación..
—Tienes razón, lo estáis pasando mal, lo siento. Pero es en estos momentos cuando más necesitamos las sonrisas, para no venirnos abajo. Incluso cuando la finges puedes llegar a sentirte mejor, o ayudar a otros a sentirse mejor. A veces, cuando me ven sonreír después de un ataque de los malditos la gente se tranquiliza, porque siente que todo va a mejorar, y eso también es un tipo de magia. —Miró Agnes, el semblante de Dakini destilaba amabilidad—. ¡Deberías intentarlo! —Luego posó sus ojos sobre Oliver—. Los dos. ¡Venga! ¡Sonreid hasta que os duelan las mejillas!
Dakini estiró sus labios todo lo que pudo para dejar los dientes al descubierto en una sonrisa amplia y forzada. Luego hizo un gesto con las manos alentando a sus compañeros. Agnes se negó, todavía con los brazos sobre el pecho.
—No. De eso nada.
Giró la cabeza para buscar algo de sentido común en su hermano, pero la imagen con la que se topó la hizo perder todo el aplomo: el rostro de su hermano estaba dilatado en una sonrisa tan amplia como su frente. La carne de sus mejillas se había elevado tanto que enrojeció y apenas mantenía los ojos abiertos.
—Venga, Agnes, sonríe.
Dakini gateó hacia ella y Agnes intentó protegerse con un brazo, mientras con el otro se arrastraba hacia atrás. No tuvo éxito. La maga fue mucho más rápida y fuerte que ella; le apartó el brazo enclenque y se sentó sobre ella para dibujarle una sonrisa deslizando los dedos sobre los labios y las mejillas de la chica. El cosquilleo en la piel la hizo estremecerse durante un instante y alzar ligeramente las comisuras.
—¿Ves? Ya casi lo tienes.
La sonrisa no continuó. Agnes le dio un empujón y la tiró sobre la hierba. Entonces la maga se echó a reír y la sonrisa de Oliver se hizo real.
El muchacho miró hacia el cielo, con una mezcla de sensaciones que oscilaban entre la añoranza, el miedo y la excitación. La añoranza era porque extrañaba su cama, a Gris, a su abuela y a sus padres. El miedo provenía de la incertidumbre, de si sería capaz de ayudar a Agnes y enmendar su error, o si por el contrario fracasarían o morirían. La excitación se debía a haber viajado a un mundo mágico y tener una misión, igual que los héroes y heroínas de sus historias favoritas; había tanto que quería ver en Qmark, tantos rincones, sabores, plantas y animales por descubrir… ¡Y la magia! ¡Oh, estaba deseando descubrir la magia! La idea de quedarse para siempre le resultaba demasiado tentadora.
—Parece que va a llover —dijo la maga, mirando al cielo tendida sobre la hierba. Un cúmulo de nubes se acercaba, arrastrado por un viento denso—. Deberíamos ponernos en marcha y encontrar refugio para pasar la noche antes de que nos pille la tormenta.
La maga se puso en pie y tendió a Agnes una mano que rechazó. Oliver también se irguió, con el cuerpo demasiado perezoso y cansado como para seguir caminando, agradecido por las nubes que tapaban a Zaroku, el sol rojo. Se sacudió la falda de la túnica y los tres continuaron la marcha.
Subieron el camino escarpado y cruzaron el río que desembocaba en la cascada. Continuaron el ascenso hasta llegar a una bifurcación en la que había un pequeño templete escarbado en la ladera. En él se distinguían tres círculos tallados y una balda sobresaliente a modo de altar, sobre el que habían dejado un ramo de flores que ya se marchitaba.
—¿Qué es eso? —Oliver, señaló el lugar sacro con la mirada, sin detener la marcha.
—Es un altar de la antigua religión. Una muy primitiva, anterior a la vara. Aunque todavía tiene muchos simpatizantes en la región de Kahuwami. Son unos estirados que van de cultos, pero luego le rezan a pájaros con seis ojos y experimentan libremente con la magia. ¡De locos!
—Uy, sí, están fatal —murmuró Agnes, siguiéndole el juego.
—¿Quieres decir que la vara tiene algún tipo de… culto?
—Claro.
Dakini no dio más explicaciones. Para ella era demasiado evidente que se hubiese construido una religión alrededor de un objeto mágico y misterioso que solo se le aparecía a unos pocos.
—Y, em… ¿Los magos elegidos por la vara tienen algún papel?
—Eso depende de lo que hagan con ella —explicó sonriente—, pero sí. Lo habitual es que pasen a la historia y sus hazañas se recojan en el libro sagrado. No todos los elegidos han sido igual de relevantes, la mayoría solo son nombrados. ¿Quieres que los cronistas e historiadores escriban algo impresionante sobre ti?
Oliver agachó la cabeza, azorrado. Nunca había logrado nada digno de mención y lo único por lo que se había esforzado de verdad era por pasar desapercibido. Le bastaba con que si lo llegaban a mencionar le dedicasen unas palabras amables, algo como «era buena gente» o «lo hizo lo mejor que pudo».
Negó con la cabeza.
Descendieron por la falda de la montaña y, cuando por fin alcanzaron terreno llano, estuvo tentado de besar el suelo.
—No parece que haya nada cerca de aquí, y el viento ya empieza a agitarse.
Agnes tenía razón. Notaba el aire cálido entre la ropa y a su alrededor solo se veía una llanura desigual rodeada de montañas con un camino de piedra deteriorado. La cantidad de árboles se había reducido y ahora eran mucho más bajos, la mayoría con hojas gruesas y pardas que caían en forma de arco, algunas hasta a tocar el suelo.
Escucharon un trino que despertó la vida del lugar y provocó el vuelo de un puñado de pequeñas aves. Las hojas de un árbol próximo se abrieron como una cortina y de él salió una enore de plumaje azulado, verde y naranja vibrante. Tras el ave caminaba un hombre alto y fornido, ancho como una puerta y redondo como un barril, ataviado con una falda de bajos raídos y un chaleco bordado. Su pecho y sus brazos estaban cubiertos de tatuajes y brazaletes dorados, mientras que sus pies calzaban unas botas emplumadas. En la mano derecha llevaba las riendas que guiaban a la enore. Oliver no estaba del todo seguro de que aquel animal pudiese transportar a semejante hombre, eran casi del mismo tamaño.
Una mujer con bastón se asomó tras el mago para ponerse a su par. La reconoció enseguida: calva, con el cráneo tatuado, ropa oscura y mirada perdida. Sonrió con malicia y, por un segundo, a Oliver le pareció que había vuelto a clavar sus ojos blancos en él.
Los separaban unos treinta pasos de distancia, lo suficiente para que Oliver pudiera percibir cómo se elevaban las comisuras de los labios de la mujer, hasta dibujar una sonrisa que le heló la sangre.
El muchacho contuvo la respiración durante unos segundos, hasta que su cuerpo le recordó que necesitaba aire para seguir en pie. No pudo despegar su vista de ella; aunque parecía el tipo de persona que podría ser arrastrada por una ráfaga de viento, el viento que anunciaba tormenta tan solo hacía ondear su falda, larga y de un azul tan oscuro como la profundidad del mar.
Continuará…