El portal
Envuelta en una hoja ancha y flexible se escondía un pan amarillo con forma de media luna y bordes trenzados. Parecía una empanadilla, olía dulce y el tacto era blando. Oliver se la llevó a la boca después de examinarla con detenimiento y la textura gelatinosa que se formó en su boca al morder lo hizo apartarla con brusquedad. El sabor no era desagradable, soltaba un jugo dulce, que le recordó a la granada. El chico comprobó el curioso relleno de la empanada: tiras finas de algún tipo de vegetal azul que se deshacía en hilos al morderla, recubiertos de una pasta ambarina. Tropezó con su propio pie y estuvo a punto de perder la comida. Agnes no hizo esfuerzos por disimular su risa nasal.
Habían dejado atrás el pueblecito de Kapoha hacía una hora y tanto Oliver como Agnes habían decidido buscar la comida y la bebida en los zurrones. Fue más fácil y seguro de lo que habían pensado; ninguna fuerza mágica intentó devorarlos en el proceso. Aún con todo, Oliver se apresuró en cerrar el zurrón.
Caminaban por un sendero de tierra ligeramente inclinado, cerca de la orilla del río Puka. A su lado se erguía una montaña lo bastante imponente y empinada como para no querer subirla. Al alrededor, pequeñas flores y arbustos de largas hojas se salpicaban la hierba. En la otra orilla del río crecían árboles de ramas retorcidas y madera rojiza, algunos de ellos similares a los que habían visto en el bosque, de hojas azules; aunque tal y como les había explicado Dakini, no brillaban bajo la luz de Zaroku y Arisu, el sol rojo y el sol blanco. Otros vegetales alternaban sus colores entre el verde y el amarillo vibrante, que contrastaban con el cielo rosado y azul. Oliver lo contempló una vez más: nunca se acostumbraría a él.
—Dime, Oliver, ¿hace cuánto que sueñas con la vara?
La pregunta lo pilló de improvisto y estuvo a punto de ahogarse con su propia saliva. Tosió un par de veces y dio un largo trago al pumpo que le colgaba de la muñeca para evitarlo. Dakini les había dicho que por ese sendero abundaban las fuentes y no habría peligro de quedarse sin agua.
—Nunca dije que hubiera soñado con ella.
Dakini, que lideraba la marcha, lo miró por el rabillo del ojo. Su risa sonó como un cascabel. Oliver frunció el ceño, ¿le habría leído la mente?
—Pero lo has hecho, ¿cómo ibas a partir en su busca si no?
—Basta de misticismos, Dakini, tienes que explicarnos muchas cosas —interrumpió Agnes, que ya se había terminado la empanada—. Para empezar: ¿por qué sabes que buscamos la dichosa varita?
La maga se giró de repente y ambos pararon en seco frente a ella. A pesar de sonreír se apreciaba un halo de seriedad en sus ojos.
—Digamos que alguien anunció la llegada de una pareja de extranjeros que podría encontrarla.
—Oh, no —suspiró Agnes, bajando los hombros—: una de esas profecías.
Dakini rompió a carcajadas. Ambos comenzaban a estar hartos de no enterarse de nada y de que los tratasen como idiotas. No obstante, la maga siguió hablando antes de que pudieran quejarse.
—Si hubiese sido una profecía ya se había corrido la voz. No, esto es diferente: es información privilegiada y confidencial. Veréis: todas las mentes están conectadas, sin embargo solo algunos magos podemos acceder a ese compendio de mentes, mediante los sueños. La vara se comunica con los magos elegidos a través de ellos, lo sabe todo el mundo.
Agnes se cruzó de brazos.
—Eso no explica nada.
—¡Claro que sí! Porque Oliver es un mago.
—¡¿Perdona?! —exclamó él, después de echar parte del agua que estaba bebiendo por la nariz.
—¡Ah, no! ¡Por ahí sí que no paso! Lo mismo que insinuó la perra esa.
—¡Pero es verdad! ¿Por qué sino iba a soñar con ella? ¿Por qué sino ibais a estar aquí, tan lejos de vuestra tierra?
Agnes se llevó las manos a las sienes, intentando aclarar las ideas, no estallar y evitar hacer un mal resumen de cómo habían acabado en Qmark. Para ser un sueño, le sorprendió el alto nivel de detalle con el que lo recordaba todo, incluido el miedo, y lo mucho que le dolía la cabeza en ese momento.
—¿Entonces puedo hacer magia?
—¡Claro! —Se llevó una mano al pecho—. Y no te preocupes, yo te enseñaré todo lo que necesites saber; al menos para poder defenderte de los malditos.
La maga se giró para proseguir en camino. Ambos la siguieron al instante y Agnes se adelantó a su hermano para ponerse a la par de Dakini.
—Los malditos… ¿son las bestias?
Ella asintió con la cabeza.
—Y… ¿sabéis cómo curarlos?
—Lo cierto es que no. —Su rostro se ensombreció durante unos segundos, enseguida recuperó su semblante optimista y miró a Agnes con una sonrisa cargada de energía—. Pero el poder de la vara ayuda a combatirlos, por eso es tan importante que el elegido parta en su busca cuando se manifiesta.
—¿Y no sería más fácil que votéis a un sucesor y se la entreguéis?
—¡Claro que no! La vara se oculta cuando se queda sin dueño, a veces durante varias Eras.
—Pues vaya… Tenía que salir inteligente el chisme.
Dakini soltó una carcajada.
—Eres muy graciosa, Agnes. —Sonaba extraño en su voz, la garganta le reverberaba al pronunciar la G. La chica sintió calor en las mejillas, le gustaba cómo sonaba su nombre con aquel acento—. Se dice así, ¿no? Ag-nes.
Ella asintió.
Oliver las miró, sin entender. Su hermana era muchas cosas, pero graciosa nunca había entrado en su lista de adjetivos calificativos.
Cuando Arisu, el sol blanco, comenzó a ocultarse tras las montañas y Zaroku retrasaba su hora de dormir, llegaron a una pequeña posada con techo de conchas y estructura de madera. Junto a ella había un establillo, donde unas criaturas emplumadas del tamaño de un caballo se erguían sobre dos patas desnudas con garras. Tenían una cola larga y gruesa escamada, y a ambos lados del tronco unas membranas parecidas a las alas de un murciélago, terminadas en plumas coloridas. Su cuello era largo y el cráneo ovalado; un enorme hocico y ojos demasiado pequeños para el tamaño de aquella cabeza, coronada por una cresta de cuernos de pequeño tamaño. Según el ángulo desde el que se vieran, parecían una suerte de dinosaurios desangelados. Algunos hurgaban en la tierra con sus garras y hundían el hocico en ella en busca de comida. Oliver vio a uno de ellos recogiendo un grupo de insectos con su larga lengua. Se estremeció; no fue agradable para la vista. El animal le devolvió la mirada y le saludó con un amable trino que disonaba con su aspecto. Había tres como él en la cerca que rodeaba el establo.
La maga se aproximó y saltó la valla bajo la atenta mirada de sus compañeros. Los hermanos temían que en cuanto cruzase cierta línea invisible las criaturas se abalanzasen contra ella. En su lugar, uno de ellos, de plumaje azulón, verde profundo y pecho naranja, la ignoró, mientras que los otros dos la estudiaron con curiosidad sin acercarse. Ella les dedicó una sonrisa en cuanto le dirigieron la mirada.
—Buenas tardes, me quedaré con esto, ya que no lo necesitáis.
Dakini se agachó para recoger algunas plumas que guardó en el zurrón. Uno de los animales se acercó a ella y demandó un par de caricias colocando el hocico bajo la mano de la maga, que rió cumpliendo la demanda. La criatura trinó agradecida y se sacudió el plumaje en cuanto la sesión de mimos terminó y Dakini volvió hacia el grupo con la sonrisa renovada.
—Preciosas, ¿verdad? —suspiró la maga mirando hacia las cuadras—. Siempre he querido tener mi propia enore.
Siguió adelante y se internó en la posada. Agnes y Oliver la siguieron tras echarle un último vistazo a esas horrendas quimeras.
—Yo no diría preciosas, exactamente —murmuró la chica a su hermano.
El interior de la posada era de lo más acogedor. El suelo estaba hecho de algún tipo de roca oscura y brillante muy pulida; de las paredes de madera colgaban tapices y cortinas de colores claros, con pequeñas esferas de luz flotando en las vigas del techo.
Apenas había seis personas entre las mesas y la barra, y todas ellas los miraron con suspicacia. Oliver se encogió y volvió a sentirse como en el colegio. Al menos le agradó ver que las mesas eran cuadradas; nunca le habían gustado las redondas, privaban del espacio de las esquinas, que tan útiles podían ser a la hora de apoyar cosas en ellas. Examinó la entrada para huir de las miradas indiscretas que creía que seguían sobre él y encontró el hueco de la chimenea. Era bueno saber que Qmark no estaba condenada a un verano eterno bajo el yugo de los dos soles. Sobre ella habían colgado un disco solar labrado en madera, repleto de intrincados grabados en su interior remarcados en pintura dorada. Dakini portaba uno idéntico en la palma derecha. Era el símbolo de la kaiseri.
—Sentaos por ahí y descansad. Yo voy a pedir una habitación —informó la maga. Dejó su báculo sobre una mesa antes de que los hermanos pudieran decidir dónde sentarse—. ¿Qué os apetece cenar?
Agnes se encogió de hombros; supuso que allí no tendrían pizza de jamón y queso con piña y gambas.
—Cualquier cosa.
—Yo quiero otra empanada de media luna como la que comí hoy, si se puede.
—Un pati. ¡Hecho!
Los dos tomaron asiento.
A Oliver le ardían los pies. No estaba acostumbrado a caminar tanto, menos con esas temperaturas y humedad. Se imaginó que así debía ser el clima tropical con el que tanta gente soñaba: un auténtico infierno.
Miró alrededor, el hombre al otro lado de la barra era alto y corpulento, con la cabeza rapada y perilla. Supo que era mago por los tatuajes en sus bíceps, entonces cayó en la cuenta de que era el primer mago que veía que no vestía una túnica. Cuando Dakini se acercó a la barra la expresión jovial del hombre, que charlaba animadamente con unas clientas, se volvió más seria e hizo un mohín de disgusto.
Siguió estudiando la posada, toda la clientela tenía la piel anaranjada y cabello brillante de diferentes colores, desde el rojo al amarillo. A excepción de una mujer, en cuya cabeza desnuda se trazaban símbolos y formas geométricas. Sus labios eran finos, fruncidos en una mueca inexpresiva, y bajo ellos otro tatuaje más curvilíneo en color negro, que terminaba en forma de pico en la mitad del cuello. Sus brazos también estaban tatuados y usaba dilataciones en las orejas; de una de ellas colgaba un aro con una pluma azul. Era muy delgada, de pómulos sobresalientes y barbilla fina. Vestía un corpiño ceñido en azul oscuro y plata y un par de brazaletes finos en los brazos. Sus ojos pálidos y fríos estaban clavados en él.
Lo recorrió un escalofrío; el invierno había llegado de golpe a su interior.
Oliver apartó la mirada.
Continuará…