🐺 SUEÑOS MALDITOS 🐺
Capítulo 5
Los malditos
Hacía frío. Su cuerpo flotaba en la profundidad de unas aguas que no sabía de dónde habían salido. A sus pies parpadeó con timidez la superficie del portal, incrustado entre las rocas oscuras del fondo y el lodo que las cubría, hasta apagarse como una estrella fugaz. Las ondas del agua distorsionaban el resplandor de una luna enorme justo sobre su cabeza. Nadó con urgencia hacia la superficie antes de quedarse sin aire. Nunca se le había dado bien nadar y hacerlo en agua dulce era mucho más difícil que en la orilla del mar.
A mitad de camino, cuando sus pulmones amenazaron con estallar, unos brazos lo rodearon por la espalda y lo arrastraron hacia arriba. La superficie se rompió en mil destellos plateados y el aire regresó con una sonora bocanada.
Oliver alzó la vista después de toser un par de veces, entre los brazos de Agnes.
—¿Así vas a salvarme? ¿Ahogándote? —gruñó con voz fatigada.
Pero él no le prestó atención. Sus ojos se habían clavado en la inmensidad del cielo, negro, a excepción de la luna que resplandecía completa y bañaba el lago con su luz, sin una sola estrella que la acompañara.
Aquello era normal en según qué lugares; había visto el cielo nocturno desde la ciudad en varias ocasiones y desde allí tampoco se veían las estrellas. Sin embargo, ahí no había farolas ni neones, tan solo árboles cuyas hojas celestes brillaban con la sutileza de una luciérnaga.
Miró a su alrededor, consciente de que Agnes hacía lo mismo a su espalda y que el paisaje era la causa de su silencio. Flotaban en un lago rodeado de árboles de copas variadas, con hojas redondeadas o de aguja, brillantes y mates, azules y esmeralda… Pero los que más llamaban su atención eran aquellos cuyas ramas formaban copas cristalinas de las que el agua brotaba en forma de pequeñas cascadas y desembocaban en el lago. Criaturas mitad insecto y mitad pez saltaban de copa en copa o nadaban cascada arriba, titilando en tonos dorados y argénteos. Oliver tragó saliva. El tirón que le dio su hermana al nadar hacia la orilla lo sacó de su ensimismamiento.
—Tenemos que volver a casa pronto, nuestros padres y la abuela se van a preocupar.
Agnes se había sentado sobre la tierra, con las piernas todavía en el lago. Oliver la observaba con las manos en el bordillo y las rodillas hundidas en el fango de la orilla. El agua todavía lo cubría hasta el pecho y el aire era cálido. No parecía otoño en aquel lugar.
Él negó con la cabeza.
—No. No hasta que encuentre esa vara.
—¡Oliver! —gruñó. Lo agarró de la mandíbula y le alzó la cabeza—. Oliver, mírame. Hemos atravesado un portal mágico y estamos rodeados de árboles brillantes de los que cae agua. ¿De verdad crees que puedes pasearte por aquí, sin saber lo que hay, para encontrar una vara que no sabemos si existe ni dónde puede estar y que desde luego no sabes cómo usar?
Oliver desvió la mirada y se zafó del agarre de su hermana con un manotazo. Esta frunció el ceño.
—Sí que existe. La he visto en sueños.
—¡Oh, claro! Eso nos da muchas pistas y esperanzas.
El muchacho se puso en pie y salió del lago con pasos torpes. Cada vez que avanzaba se hundía más, hasta que consiguió impulsarse en tierra firme para salir. Sin embargo, una de sus botas quedó enterrada en el fango. Se miró el pie desnudo y suspiró. Estaba embarrado hasta las rodillas.
—También vi los murales. ¿Si uno existe por qué la otra no?
Hubo un silencio entre los dos, en el que solo se escuchaba la brisa cálida entre las hojas y el chapoteo de las criaturas que saltaban entre los árboles. Oliver miró de reojo a su hermana y se dio cuenta de que temblaba bajo el pijama de franela empapado.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —murmuró, antes de volverse hacia él y mirarlo con sus ojos oscuros tras las gafas. Su voz sonó como la del que busca compartir una teoría conspiratoria y descabellada en secreto—. Oliver… hemos viajado a otro mundo. Sé que lo más probable es que esto sea un sueño, pero… yo no tengo tanta imaginación como para crear —extendió los brazos, tratando de abarcar el bosque con ellos— ¡esto!
El niño se frotó los dedos durante unos segundos, pensando en cómo responder.
—Yo… siempre he soñado con otros mundos, nunca me ha gustado el real. Estoy asustado, pero en parte… Es un alivio no tener que volver. Al menos no de inmediato. —Se miró las manos, sucias, para finalmente pasarse la muñeca por los ojos y enjugar las lágrimas. El agua que se escurría por las puntas de su cabello las habían disimulado y ahora tenía la cara embarrada—. Aunque vaya a extrañar a nuestros padres y a la abuela.
—¡No hablas en serio! ¿No estarás pensando en quedarte aquí? ¡Puede ser peligroso!
Oliver le dedicó una mirada férrea. La frialdad que desprendió era impropia de él.
—¿Y nuestro mundo no lo es?
Agnes quedó con la boca abierta, sin saber qué responder. De ella salió un alarido en cuanto un aullido se hizo eco entre las proximidades.
—Mierda —gruñó entre dientes, mientras se ponía en pie—. Mierda, mierda…
Agnes dudó al ver el reflejo de la luna en el lago. Sabía que a tan solo un par de metros de profundidad estaba la oportunidad de volver a casa y salvarse de aquellos lobos que merodeaban cerca de ellos. No obstante, se le formó un nudo en el estómago al pensar en regresar. Recordó la herida de su pierna, el accidente en el bosque, la piel desgarrada. Si lo que Fawa había dicho era verdad a su familia le esperaba la misma suerte, o peor, si decidía regresar a casa. La opción más sensata que le quedaba en la Tierra era desaparecer en el bosque con el resto de la manada hasta convertirse en una bestia. Sin embargo, en Qmark tenía otra oportunidad, una que le permitiría regresar a casa siendo una persona normal.
¿Qué podía perder? Al fin y al cabo estaba soñando.
Agarró a Oliver por la muñeca y echaron a correr. Era una suerte que en ese mundo algunos vegetales brillasen con luz propia, de no ser así se habrían tropezado todavía más en el trayecto. Dejaron los árboles atrás y desembocaron en una zona llana de hierba y un camino empedrado con una ribera amplia que se perdía en la oscuridad al otro lado. El sonido de la corriente llenaba la noche.
—¡Allí!
Agnes siguió con la mirada la dirección marcada por el índice de su hermano, donde se distinguían varias luces en la lejanía. Corrieron por el camino hasta llegar a un pequeño fortín con muros de madera. Un par de figuras lo guardaban desde la galería superior y otras dos descansaban a ambos lados del arco de entrada, junto a las fuentes de luz: un pedestal estrecho a cada lado con una esfera brillante que flotaba sobre ellos como lunas en miniatura, pero sin cuerpo físico. Uno de los guardias dio un paso adelante y alzó la palma de la mano hacia ellos. Llevaban una túnica morada cruzada a la altura de las rodillas y la iluminación reveló una piel oscura bajo el casco emplumado.
—Dúbe! Ájo’i au’i ka. (¡Alto! ¿Quiénes sois?)
Los hermanos se miraron, ambos con el pulso acelerado y la respiración agitada tras la carrera. No habían entendido ni una sola palabra, así que Agnes recurrió a la técnica infalible que se empleaba en la Tierra para comunicarse con personas que no hablaban el mismo idioma: hablar más alto y más despacio.
—¡Por fa-vor, dé-je-nos pa-sar! ¡Es-ta-mos per-di-dos y hay lo-bos en el bos-que!
Esta vez fueron los guardias los que intercambiaron miradas. La mujer que todavía guardaba la puerta se acercó a ellos y examinó a los extranjeros con perspicacia, los hizo girar sobre sí mismos y los cacheó a pesar de las quejas de la joven. Luego habló con su compañero, parecía sorprendido, y éste hizo un gesto de invitación con la cabeza hacia Agnes y Oliver. Fue lo único que entendieron, así que les dieron las gracias con una leve inclinación y avanzaron hacia el interior del pueblo.
Al cruzar la entrada les dio la bienvenida un cartel con símbolos extraños, algunos de ellos similares a los que había en el mural de la cueva. Pensaron que podría tratarse de algún tipo de alfabeto común para los habitantes de Qmark.
Agnes se quitó las gafas; estaban empapadas y los destellos de las esferas de luz que flotaban entre las casitas desordenadas solo aumentaban los reflejos y su incomodidad. La fuerza de la costumbre la empujó a secarlas con la camisa del pijama, pero estaba tan empapada como el resto de su cuerpo y solo consiguió empeorar el estado de los cristales.
Oliver bostezó sin dejar de estudiar con curiosidad cada detalle que alcanzaban a descubrir sus ojos. Agnes todavía lo llevaba agarrado de la muñeca y no tenía intención de soltarlo: no se fiaba de aquel lugar ni de los impulsos de su hermano. Miró a su alrededor, con las gafas ya puestas, y a pesar de las imágenes distorsionadas por el agua en los cristales y los reflejos de las esferas, tuvo la sensación de estar en uno de esos videojuegos de fantasía pseudo-medieval a los que su hermano jugaba a veces y ella miraba de reojo desde el sofá. No le sorprendió percibir cierto halo de ilusión en la mirada de Oliver. Ambos estaban igual de perdidos, pero estaba claro que uno de ellos disfrutaba de la excursión.
Las construcciones humildes con techo de paja se extendían hasta la ribera; el otro lado del pueblo lo delimitaba una arboleda vallada. No había nadie en la plaza en la que se encontraban, salvo por una persona encapuchada que bebía sentada en uno de los porches de los edificios bajos de piedra oscura y madera; vestía una túnica roja y larga sin mangas. A Agnes le pareció percibir brillo bajo aquella capucha. Dado que era la única persona con la que se había topado, a parte de los guardias, decidió acercarse con la esperanza de que hablase su idioma.
Apenas dio el primer paso cuando los gritos de los guardias ensordecieron el murmullo del río. Al girarse hacia la entrada del pueblo se topó de nuevo con un grupo de puntos diminutos y brillantes en la penumbra, acompañados de gruñidos y gruesos abrigos de piel erizada. Vio a una de las bestias abalanzarse sobre el guardia y tanto a ella como a su hermano les faltó tiempo para gritar y salir corriendo.
Tiró de Oliver. La respiración ronca y entrecortada de su hermano le advertía de que necesitaba descansar. Bajaron un par de metros en dirección a la orilla del río y se agazaparon detrás de una valla de mimbre que cercaba un huerto con plantas que, por fortuna, no brillaban.
—Tienes que hacer menos ruido —murmuró ella. La respiración de su hermano sonaba igual que la de un bulldog francés.
Oliver intentó bajar el ritmo, pero el aire no le llegaba a los pulmones.
Se oyeron gritos dentro y fuera de las casas, gruñidos y alaridos de humanos y animales en el exterior. Alrededor sonaban palabras en un idioma desconocido, mientras Agnes rezaba en silencio a cualquier ente superior para que no los encontrasen.
Una luz repentina, igual que el foco de un faro, los deslumbró desde atrás. La siguió un sonido similar a un trueno lejano. Algo chocó contra la valla al otro lado, la tambaleó, y ambos tuvieron que contenerse para no gritar. La luz se extinguió y junto a ellos quedó un sonido crepitante que enmudeció poco a poco.
—¿Estás mejor? —preguntó quitando la mano de la boca de Oliver. Él asintió varias veces, nervioso.
—¿Qué era eso? —murmuró.
Agnes negó con la cabeza y asomó la mirada tras la valla de mimbre con cautela. La sombra que descansaba a los pies se movió veloz desde el otro lado y la chica cayó de culo al esquivar la mandíbula que se abalanzó sobre ella.
No era un lobo normal. No eran como los de la manada de Fawa. Le mostraba los colmillos en un gruñido amenazador, con ojos coléricos inyectados en sangre. Su rostro era chato y el pelo no lo cubría por completo; en él todavía podían distinguirse facciones humanas. Las patas delanteras le colgaban de la valla, demasiado similares a unos brazos de codos angulosos y garras a medio formar. Con un zarpazo la criatura derribó la estructura de mimbre, ocultando a Oliver debajo. El niño gritó, sin embargo la bestia estaba demasiado ocupada relamiéndose ante la idea de apedazar a la chica indefensa que tenía a menos de un metro de distancia.
En un acto desesperado, Agnes le dio la espalda para ponerse a cuatro patas y salir corriendo. Cuando apenas había apoyado el pie, resbaló y cayó de bruces al suelo. Cerró los ojos, esperando que lo inevitable al menos fuera rápido.
De pronto, una luz intensa y cegadora lo inundó todo. La bestia chilló. Oyó las quejas de su hermano, el caos a su alrededor y palabras que no entendía. La intensidad del brillo menguó hasta que le permitió abrir poco a poco los ojos.
Frente a ella vio la figura de una mujer vestida de rojo e iluminada desde lo alto. Alzaba un báculo con su mano derecha y de su punta surgía un brillo dorado, casi celestial. Cuando bajó el arma y la luz cesó, un muro áureo y translúcido se alzó, creando una barrera de unos tres metros de radio, cuyas puntas se izaban hacia el cielo hasta difuminarse con él. Tanto Agnes como Oliver se encontraban en su interior y pudieron ver a más personas con túnicas sin mangas en distintos colores, similares a la que la desconocida llevaba.
La chica miró alrededor, con semblante serio. A Agnes la recorrió un escalofrío; quedó embobada al ver el cabello de aquella chica. Lo llevaba por encima de los hombros, puntas onduladas, voluminoso y flequillo corto, con una trenza a modo de diadema. Era de un tono lila, tan claro que sus raíces rozaban el blanco, y brillaba. Cada uno de los hilos de su pelo irradiaba luz suave y la dotaba de un aura sobrenatural que iluminaba su piel anaranjada. Los ojos violeta de la desconocida se cruzaron con los de Agnes y ésta se olvidó de respirar.
—Maka’i paha ka. (¿Estáis bien?)
De nuevo palabras incomprensibles. La pequeña bola de luz que adornaba el báculo se movió por su cuenta para recorrer a la joven de arriba abajo. El rostro de la muchacha la miraba con notable fascinación y Agnes no supo cómo tomárselo. A pesar de todo, la desconocida le tendió la mano y ella la aceptó. Estaba llena de pequeños tatuajes.
Con un ligero tirón la puso en pie y descubrió que era más bajita de lo que le había parecido; Agnes le sacaba algo más de una cabeza de altura. Oliver trotó hacia ella, anonadado por la barrera de energía que los rodeaba y el espectáculo de luces que acababan de contemplar; de su cabello corto asomaban restos de paja que parecían mechones rubios y revueltos. Pero Agnes apenas fue consciente de la presencia de su hermano, tan solo podía ver como los iris lilas de aquella chica los estudiaban de arriba abajo con los párpados entornados, brillando de excitación.
—Ra au’i to nibie ioa ka. (No sois de por aquí, ¿verdad?)
—Eh…
Las palabras de Agnes se ahogaron en su boca mientras encogía los hombros. Al juzgar por la expresión de la desconocida, eso había sido una pregunta. Una a la que no sabía cómo responder.
Se oyó un grito y la mujer se giró de inmediato para correr hacia otro grupo de personas con túnicas verdes, moradas y rojas. Una de las criaturas estaba intentando atravesar la barrera a varios metros de ellos para meterse en una casa.
—Dakini—dijo un muchacho vestido de verde.
El báculo de la chica volvió a brillar como respuesta y dirigió un rayo dorado que impactó contra la barrera. Saltaron chispas, y el sonido hizo que Oliver se llevase las manos a los oídos. La bestia y otras criaturas cercanas que la acompañaban huyeron entre gemidos.
—Eso es… ¡¿magia?!
Agnes chistó pidiendo silencio al ver que la desconocida se acercaba de nuevo. Había cuchicheado algo con sus compañeros mientras los miraba de reojo. Al llegar a ellos se inclinó con una mano en la espalda a modo de saludo. Su sonrisa era amable, igual que su rostro y rasgos redondeados.
—Au Dakini Hila, ton sikinai ho’okola no to Gurewo. (Soy Dakini Hila, de la milicia mágica de Gurewo.)
Se mordió el labio y miró a su hermano. Consideraba que era mucho más listo que ella para algunas cosas y que tal vez se tratase de algún idioma mágico que él podía entender, pero toda su respuesta fue encogerse de hombros y volverse hacia la mujer de rojo con cara de bobalicón.
—Lo sien-to, no ha-bla-mos tu i-dio-ma —dijo en un tono más alto y lento de lo habitual mientras gesticulaba.
La chica de pelo brillante se dio unos toquecitos en la sien hasta que sus ojos chisporrotearon con el destello de una idea. Extendió la luz de su báculo justo frente a los hermanos. Parecía estar hecho de una aleación entre cristal y metal, coronado por unos dedos finísimos y largos que apresaban la joya de la que surgía la luz. La muchacha pronunció unas palabras mientras zarandeaba el báculo y un escalofrío recorrió a los hermanos hasta estallarles en el cerebro, como si hubieran bebido algo muy frío muy rápido. Se llevaron las manos a la cabeza.
—¿Qué tal ahora? ¿Me entendéis?
Agnes parpadeó un par de veces, asimilando las palabras de la chica. De su boca habían salido las mismas palabras sin sentido, sin embargo su cabeza las comprendió.
—¡Una maga de verdad! —exclamó Oliver. Contenía su euforia para no dar saltos. Se llevó la mano a los labios, consciente de que no había hablado en su idioma. La maga se dirigió a él, con los brazos en jarra y una sonrisa triunfal. Aquella pose la hacía parecer más ancha de lo que ya era.
—¡Que agudo!
No supo si era una burla o una alabanza. Antes de poder averiguarlo, la chica volvió a inclinarse con una mano en la espalda.
—Soy Dakini Hila, de la milicia mágica de Gurewo. Una Protectora, en concreto.
Agnes titubeó. No quería que sus palabras le sonasen ajenas.
—Yo soy Agnes Inuwa Lavalle de… Ningún lugar en particular. Él es mi hermano, Oliver.
La mujer miró al muchacho con curiosidad. Se inclinó un poco hacia él con las manos en las rodillas para quedar a su altura.
—Oliver. ¿Lo he dicho bien, verdad? —El muchacho asintió y ella sonrió complacida—. Dime, ¿has notado cosas extrañas últimamente?
Oliver se quedó en blanco, no entendía a qué venía esa pregunta por parte de una desconocida; su boca entreabierta lo delató.
—Dakini… —comenzó la voz de una mujer uniformada de blanco que se aproximaba. También de piel naranja, rostro tatuado y cabello corto turquesa, brillante, igual que el de Dakini. La maga se interpuso entre los hermanos y la mujer de blanco—. Ya puedes bajar la barrera, pronto amanecerá.
La joven asintió y, tras golpear el suelo con el bastón y hacer un gesto, la luz de la barrera clareó hasta desaparecer. Vigiló por el rabillo del ojo cómo la mujer de blanco se alejaba para reunirse con el resto del grupo y se aproximó con cautela hacia Agnes y Oliver.
—Deberíamos hablar en un lugar más tranquilo. Reuníos conmigo junto al molino de agua a media mañana —murmuró, para después pintarse una sonrisa y recuperar el tono amable y cantarín—. ¡Ahora descansad! Debéis estar agotados.
La maga estuvo a punto de girar sobre sus talones, sin embargo, volvió a examinarlos de arriba abajo con un gesto que guió la luz allí donde se posaban sus ojos.
—Unos atuendos… muy curiosos, por cierto. Yo no me pasearía por el pueblo con ellos.
Agnes se cubrió con los brazos y agachó la cabeza, avergonzada por su enorme pijama de ovejitas. Ambos quedaron plantados en el huerto como una verdura más mientras Dakini regresaba con su grupo, reunido a varios metros de ellos. No dejaban de mirarlos de reojo y murmurar, era algo que a veces también le pasaba en la Tierra y a lo que supuso nunca se acostumbraría.
Continuará…
Sigo, despacio pero sigo, enganchado a la historia ^^
Contento al darme cuenta que me queda otro más que leer jeje